martes, 6 de octubre de 2009

ROCAS EN EL ACANTILADO

Fueron las rocas testigo de aquel encuentro,
cómplices de un amor que fue imposible,
calladas alarmas que con su negro filo,
dieron sentencia de muerte.

Fue la playa amante del infortunio,
muda sombra que no dijo nada,
bella estampa que parecía el paraíso,
estela dorada convertida en madrugada.

Y fue la noche cómplice de todo aquello,
la mar pulsó el gatillo ante todos,
sabiéndose absuelta de todo cargo,
impune ante todos sus correligionarios.

No tuvo piedad ni aceptó excusa,
el acantilado observó todo el echo,
fue juez que certificó la venganza
de quienes osaron atravesar El Estrecho.

Las olas estaban enfurecidas,
la corriente los arrastraba,
al futuro aquél que no conocerían
convirtienda en tragedia la esperanza.

Mientras los veraneantes dormían,
y las barbacoas aún humeaban,
cuando aún el eco de su voces quedaban
en el aire frío que trajo la noche.

Nadie quiso ni pudo escuchar nada,
la luna puso silenciador de plata,
las rocas el beso de la muerte
que en eso estaba bien experimentada.

Y la madera ardió sin previo aviso,
sin tan siquiera que hubiera llama,
las besó el negro de aquellas piedras
convertido en puñal y espada.

La noche fue testigo del parricidio,
cómplice la playa, el mar, las algas,
las luces que a lo lejos adivinaban
que aquel mar no se andaban por las ramas.

Y los cuerpos se convirtieron en conchas,
en mártires de leyes que los matan,
hambre para hoy, hambre para mañana,
que no soluciona el pan que les falta.

El mar fue testigo de aquello,
sin que nadie le recriminara,
mudos todos al ver aquellos cuerpos
que fueron las rocas quien los matara.

Y nada supimos más de ellos,
tan sólo ahora a esperar otra matanza,
que pronto el mar señalará en la playa
mientras todos estamos en otras aguas.

Cuando caiga la noche nuevamente,
siempre alertas estarán las aguas,
afiladas bien esperarán las rocas,
a encontrar de nuevo carnaza.

Mientras, en la otra orilla,
pisan las rocas otra esperanza,
la verde aún, la que suspira
en cruzar el mar que los separa.

Esperan turno en una noche,
cuando esta esté tranquila y relajada,
la madera del cayuco bien revisada
es un vagón que espera a que el tren salga.

En aquella orilla sueñan mientras esperan,
el regalo que en el mar los aguarda,
marineros que en tierra anhelan
ser gaviota para poder volar las aguas.

Gaviotas negras que probarán fortuna,
que serán lanza que en el mar se clava,
intentando alcanzar un cachito de pan
que saben que al otro lado del mar les aguarda.

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