miércoles, 10 de marzo de 2010

MI ABUELA...


Cierro los ojos y la veo.
Puedo volver a adivinar ese azul de sus ojos del que todos dudaban; su pelo blanco cansado de tantos años, recogido en su rodete redondo, perfecto, con sus grandes horquillas negras que, como hormigas, andaba constantemente retocando porque ella creía que se le salían para desbaratárselo todo.
Antes de llegar al lóbulo de su oreja distingo el pellizco de jazmines que en ocasiones se colocaba y que cogía ella misma del jazmín que con tanto cariño cuidaba a las puertas del corral de su casa.
Su cuerpo menudo, gracioso, cargado de años pero siempre ágil, enérgico y en el que podía adivinarse, a primera vista, el por qué de la genética en nuestra familia…
Siento su mano darme la mía. Las arrugas que en el dorso de la misma, jugando con nosotros, nos animaba a pellizcar para que comprobáramos como se quedaba tiesa y erguida para luego, al rato, volver su piel a su estado natural.
El calor de su cuerpo también al abrazarla, el dulce del amor de sus besos en mis mejillas, el susurro de sus cuentos y de sus historias en mis oídos, los chascarrillos que a escondidas de mi madre nos contaba y que ahora mismo, mientras escribo, vuelve a provocar en mí una sonrisa.
Puedo verla de nuevo a las puertas de tierra de su casa, observándome mientras doy mis primeros pedaleos en aquella bicicleta de tres ruedas que con tanto esfuerzo me regaló aquella inolvidable noche de Reyes…o tendiendo en la azotea de la casa, sus manos alzadas al viento entre cordeles de sábanas y de las gasas de aquellos tiempos en los que aún los pañales eran, o bien desconocidos para nuestras madres o simplemente inexistentes en otras muchas casas, enjuagándolos antes en un barreño azul de plástico para luego dejarlos lo más inmaculados que se podían en agua con lejía.
La vuelvo a ver en la cocina, con la banda sonora radiofónica de una copla de fondo y que ella tan bien canturreaba, trajinando el almuerzo del medio día o quizás la tortilla que se hacía para la cena. Luego sentada en el tresillo del salón hasta la hora de irse a su cama.
Contaba mi madre que siempre fue una mujer buena, admirada, querida en el pueblo, y que en sus tiempos cuando mocita, como los años de posguerra fueron años de necesidades y pocos tuvieron la oportunidad de ni tan siquiera ir a la escuela para aprender algo tan básico y necesario como el leer y escribir, ella que sí logró esa oportunidad cuando pequeña, redactaba cartas a las gentes del pueblo cuando sus maridos se iban a Francia en busca del pan que aquí escaseaba, o escribía también a los hijos que marchaban a la mili y que, en aquel tiempo, el único medio para mantener contacto eran las cartas.
Ella siempre atendía a todo aquel que se le presentaba en casa para escribirles, añadiendo de su propia cosecha, detalles y florituras en el papel que hacía las delicias de quienes las recibían.
Contaba también mi madre de cómo escribió una entrañable carta al capitán del cuartel donde uno de mis tíos hacía el servicio militar, allá en la isla de Alborán, en el mediterráneo perdido y olvidado de Almería y al que no veía desde que marchó dado lo lejano de aquél destino.
El capitán del cuartel donde servía el hijo, al leer la carta no dudó un momento en ponerse en contacto con ella para felicitarla por la carta enviada, a la vez que concedió un permiso extraordinario de varias semanas al hijo…
La veo también canturrear bajito en la cocina, las flores en la pletina de la ventana y que se abría al corral de macetas y de flores; a verla junto al granado o junto al ciruelo que majestuoso se colocaba casi a las mismas puertas de la cuadra donde mi abuelo tenía a la mula blanca que, diariamente, cruzaba la casa como un habitante más de la misma cuando volvía de la faena en el campo, para luego ella dar un repaso con la fregona a las pisadas que el animal hubiese dejado en las sencillas pero brillantes lozas de la casa.
Vuelvo a ver hasta sus zarcillos: brillantes, de oro con una pequeña perla de nieve, como su pelo, y un pequeño colgantito ovalado que le caía casi sin molestarla.
Poco más de siete años tenía yo cuando vino a vivir a nuestra casa donde, apretados en escasos metros, vivíamos ocho personas.
Ya no era la misma.
El rastro del azul de sus ojos se escapó de su mirada y la sonrisa también fue aniquilada para siempre.
La apatía y la desgana terminaron por anidar irremediablemente en el fondo de su gran corazón.
El conocimiento y alcance de mis pocos años me hicieron comprender, no sería la única vez, de que algo extraño había cambiado en ella desde que, meses atrás había muerto mi abuelo.
Alzheimer…
Comenzó a despistarse, a olvidar lo que ponía en la candela, a dejar de interesarse por todos y hasta por ella.
Recuerdo hoy como si de ayer se tratase de aquella vez en las que perdió las llaves y que no hubo forma alguna de volver a encontrarlas.
Cada día que pasaba era como si una losa de posara en su rostro, en sus manos, en sus labios, en lo sonrosado de sus mejillas, en sus pasos cada vez más lentos y dificultosos que hacían que siempre hubiese alguien pendiente de que, por ejemplo, no fuese a rodar por las escaleras.
Ni porque en aquellos años cambiamos de casa y nos marchamos, después de las obras, a la que antes había sido la suya, cambió nada en su estado de ánimo.
Nunca le faltó en casa el cariño.
Acompañada siempre por nosotros, por alguien de la familia que aguantaba como podía los improperios que cada vez más a menudo salían de su boca y que, por lo visto, en su cabeza o imaginación, en el mundo de aquel sin retorno al que un día había cruzado, jamás le faltó un momento ni de compañía, cariño y, sobre todo, comprensión.
La veo sentada en la hamaca del salón de la casa junto a la chimenea, la mano en la mejilla y los ojos casi siempre cerrados, como dormidos, pero con un leve y casi imperceptible parpadeo.
Los tobillos como queriendo recordar sus años de costurera o de magnifica bordadora que era seguían con el movimiento típico del pedal de las primeras y antiguas máquinas de coser que había en las casas, dándole mecidas a la hamaca de madera que, como si de su cuna se tratase, mecían los sueños en los que cada día más su memoria se iban perdiendo.
En ocasiones, arrastrando las alpargatas, lentamente y sin ayuda, lograba alcanzar su dormitorio.
Se sentaba en el lado opuesto al que ella solía ocupar y allí, sobre la colcha, mirando la fotografía del abuelo que no faltaba de la mesilla de noche, con una mano acariciando el tergal de tela de la cama, se pasaba las horas y las horas, entretenida en mil conversaciones de ausencia y de reproches hacia quien, según pudimos escucharla algunas veces, la había dejado tan sola.
Había incluso veces en las que había que ir a por ella, creo yo ahora que porque, simplemente, no sabía volver…
Poco a poco el tiempo se encargó de ir apagando su voz dulce, melosa. Hasta se ocupó de ir negándole esos paseos que daba a la habitación de vez en cuando para reencontrarse con lo único de su YO que recordaba…
Recuerdo, vagamente, que un día ya no se levantó de la cama y su habitación se convirtió en enfermería de la que jamás ya nunca saldría.
Vuelvo a ver, a la mañana, por la esquina de la calle, como si de auténticas golondrinas se tratase y que a ritmo rápido volaban porque el tiempo las apresuraba, allá por los ochenta, como venían a mi casa las Hermanas de la Cruz, siempre dispuestas y atentas que, voluntariamente, se ofrecieron a mi madre para ayudarla en lavar y acicalar en su cama, convertida en nido inmaculado, reluciente y perfumado a mi abuela.
Pese a su debilidad y enfermedad allí aguantó día tras días lo menos dos años...
Vuelvo a sentir el revuelo y el ajetreo de la casa aquella tarde de infancia en la que algo en mí me decía que algo pasaba, que algo no era normal, que algo pasaba en casa.
No volví ya más a verla.
Pero hoy, al cerrar los ojos, he vuelto a reencontrarme con ella, con el jazmín en su pelo blanco como las nieves de este invierno, con las coplas en su boca mientras preparaba el almuerzo, con sus chascarrillos y su alegría, con la dulzura de sus palabras, su sentido del humor, con los años de la infancia que han vuelto, no sé porqué, a mi encuentro.
Hoy, al cerrar los ojos, me la he encontrado como si nunca se hubiese ido

1 comentario:

  1. AMIGO MÍO, te agradezco infinitamente el haberme invitado a ser desde el día de hoy TU AMIGO, he leido la historia que guardas en tu corazón, he sentido nostalgía de mis propios recuerdos, he recordado tantos momentos, que no he podido evitar que algunas lágrimas florecieran en mis cansados ojos.
    Bonito y emotivo relato, muchas gracias por compartirlo, seguiremos hablando.
    Manuel Cózar Báñez

    ResponderEliminar