domingo, 31 de enero de 2016

"ARBELLANAS"



 


                              "HISTORIAS DE UN DÍA NORMAL"


        CAPÍTULO 1: “ARBELLANAS”

El día se había presentado frío, gris, lluvioso a ratos y con un chiriviri incesante, molesto, de los que parece que no te va a mojar pero que, cuando vienes a darte cuenta, estás calado hasta los huesos y con el frío tan metido dentro que tardarás varios días en recuperar tu temperatura normal.
A pesar de haberse asomado a la ventana antes de salir y haber visto como estaba la mañana no pensó bien en la conveniencia de coger el paraguas negro que heredó de su padre y que siempre, en los días de lluvia como aquel, hacía que más lo recordara; tampoco consideró oportuno el abrigarse más de la cuenta y se aventuró en salir a la calle con la chaqueta gris de entretiempo que tantos años llevaba consigo.
Confiaba en que aquel leve inconveniente se resolviera en un par de horas. Total, Canal Sur, en el informativo de la noche no había adelantado mal tiempo en la mañana, tan sólo una pequeña inestabilidad atmosférica que pasaría casi inadvertida.
Mientras andaba por la acera con la cabeza baja para evitar que el agua anegara por completo el cristal de sus gafas, puso su énfasis en lograr contar la mierda de perro que iba sorteando entre charquito y charquito que se había ido formando entre el casi ruinoso estado en que se encontraba el acerado, cosa que no le fue del todo fácil ya que, una vez superada la veintena, perdió ya el interés y la cuenta.
Como el frío empezaba a calarle  los huesos y la mierda de día parecía no tener marcha atrás, decidió entrar en el bar de la esquina que estaba un poco más adelante y echarle algo caliente al estómago ya que, desde la noche anterior tan sólo tenía entre pecho y espalda muy poca cosa, una triste tortillita francesa que se había logrado hacer, y muy a duras penas, con los dos tristes huevos que habitaban en su ya de por sí aún más triste frigorífico.
El calor que encontró nada más traspasar la puerta le sentó como agua bendita, aunque no era agua ni por más bendita que esta fuera lo que en esos momentos su cuerpo agradecería.
Se acercó a la barra que apenas si se distanciaba un par de pasos de la puerta. Esta estaba abarrotada de parroquianos, con un sonido atronador que al principio le hizo parecer hasta desagradable pero que, pasados unos instantes casi se le hizo hasta agradable cuando, una vez adaptado su sistema auditivo al tono de la clientela del local, hasta puedo echarle un ojo al televisor que estaba justo arriba de la cabeza del camarero que iba y venía con una rapidez inverosímil de una esquina a otra de la barra atendiendo a todo aquel que se lo requería, cosa que no era ninguna quimera viendo el exceso de volumen del susodicho, lo que provocaba que una incesante gota de sudor se resbalara desde las pronunciadas patillas que adornaban ambos lados de su excepcional cara, yendo a parar sin remedio al cuello gastado y que antes había sido blanco de su camisa.
- ¿Qué le pongo al caballero?- le preguntó de un salto el camarero que hace un momento estaba en la otra esquina y que ahora tenía frente a frente, cosa que hasta le cogió de imprevisto y que hasta lo asustó.
- Café con leche por favor.
Mientras lo saboreaba y mientras intentaba concentrarse en los informativos que desde la televisión emitían, con disimulo y con cierta pericia metía el rabillo del ojo a sus compañeros de barra: debían de andar más o menos rozando los cuarenta y pocos años y, mientras se comunicaban en un tono ensordecedor, hablando al parecer y por lo que a su razón pudo más o menos descifrar, de unas jornadas de caza que había tenido lugar probablemente en días pasados, todo ello con unos cacahuetes que no dudaban en devorar mientras bebían un par de botellines fresquitos fresquitos, y eso que aún no había marcado el reloj, que también habitaba en la pared de la barra, las diez de la mañana.
Se metió la mano en la chaquetilla y sacó el único euro suelto que tenía y que también era el único que le quedaba, pagó el café y tras dar las gracias al camarero y notar ciertas risas sospechosas en los compañeros de barra que habían solicitado la atención de Juan, el camarero, para que les pusiera unas cuantas de arbellanas, se decidió a echarle huevos a la cosa y poner rumbo a su destino pese a lo desagradable de la mañana.
Con la cabeza baja y con el paso aún más rápido y decidido, llegó por fin a lo que parecía ser el centro neurálgico del lugar: la plaza del pueblo, donde se ubicaba prácticamente todo lo que aquel nuevo lugar ofrecía en forma de servicios básicos: ayuntamiento, farmacia, un banco y una pequeña tienda de comestibles.
Allí bajó por primera vez hacía ya un par de meses del autobús que desde la capital lo había traído al que poco después se convertiría en su nuevo lugar de residencia.  Y a él se encaminaba nuevamente a tomar el autobús que de nuevo lo acercara al mundo al que estaba acostumbrado.
Se intentó refugiar como pudo en la concurrida parada a la espera del autobús cosa que, afortunadamente para sus huesos, no tardó en aparecer.
Entró y buscó en el bolsillo de la chaqueta alguna moneda suelta sin acordarse de que ya no le quedaba ninguna.

Tan sólo, y para su sorpresa, logró encontrar un puñado de cáscaras de arbellanas que, sonrojado, volvió a guardar en el bolsillo no sin antes meter el rabillo del ojo a los de detrás de la cola del autobús por si alguno había visto o intuido algo.

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