sábado, 3 de julio de 2010

PARA ESTO...


ARTÍCULO PUBLICADO EN ABC SEVILLA EL DÍA 2-JULIO-2010 POR ANTONIO GARCÍA BARBEITOTú llegabas cuando los bieldos ya habían aventado la parva y la era olía a fiesta cereal. En el rastrojo junto al olivar, una piara de cabras y un cabrero que le hace muescas a una vareta gorda de olivo. En la orilla de la era, alto el balaguero de paja, junto al trillo. En la parte del rastrojal que daba al río, las mulas trabadas no paran de comer cuanto de apetecido encuentran. Preparado está el carro para cargar en él los costales de trigo. Preparado el tiro; apartada ya la asnilla, y junto a la choza, la pobre y callada burra que siempre miraba con una tristeza de insatisfecho fámulo. Por el camino, hombres que vuelven de un largo día de campo. Tú llegabas al sombrajo, como otras tardes, andando, junto a tus hijos pequeños, dabas las buenas tardes y ofrecías el café que traías —¿con qué mimo, que no se te derramaba?— en un chocolatero dentro de una talega, para que llegara siquiera templado. Un chiquillo que te había visto venir lo dejaba todo y salía a tu encuentro, sabedor de que traías para su capricho una onza de chocolate que, cuando iba a comérsela, estaba más para lamerla, como un breve helado caliente. El chiquillo te pedía que le pidieras a su padre que los llevaras al río a darse un baño. Al niño le cabía la felicidad en el olor del trigo desnudo que, cuando lo aventaban, lo miraba caer como un bando de diminutos pájaros heridos, y en la paz abierta del campo, y en el tiempo sin manillas de la tarde, y en aquel paseo de la era al río cruzando el manchón donde se le quedaría para siempre, como una pasión olfativa, el inmenso olor del poleo que se abría en flor entre el mastranzo y, salpicadas, las junqueras y las adelfas. Cuando la alameda se abría para dar paso al río, era otro olor; era un olor verde, húmedo, sonoro. Olía a umbría fluvial, mientras las polluelas huían hacía todas partes y algún galápago, quieto en la orilla de la grama bajo un haz de sol, se zambullía misterioso —«¿cómo pueden flotar los galápagos, con lo que pesan?», preguntaste muchas veces— en el agua serena, tan serena, que el galápago, al zambullirse, parecía abrirle una herida.
Cabía la felicidad allí, en aquel pequeño mundo que julio llenaba de cabreros, hombres de la era, animales, verdores y olores eternos y eterno río de sueños. Aquel niño, hijo tuyo, tiene ahora casa con aire acondicionado, como todas, y el mezquino río alicatado de una piscina. Pero le falta aquel paisaje donde fue feliz, y, sobre todo, le falta el niño que hoy quisiera verte venir llegando a la era, tan madre y tan muchacha…

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