miércoles, 4 de noviembre de 2009

MI ABUELO


Sus manos eran el campo al igual que su cara, donde los surcos dejados por los años, tenían la huella inconfundible dejada por el sol, el viento y la lluvia.
Una línea que se veía a simple vista se le notaba un poco más arriba de las cejas, que señalaba el punto exacto donde antes había una gorra que le servía como único escudo que se permitía para afrontar aquellas jornada de jornales en tiempos duros de posguerra.
Cada arruga de su cara era una tarea del campo, bien la siega con la hoz o la guadaña, bien la planta en la Isla del Arroz en aquellos años donde el hambre era compañera inseparable de las chozas y pocas casas del pueblo, o bien de cada hoguera de cisco o de carbón en posturas en esa Doñana que tantas bocas aliviaba en aquel tiempo que se había clavado sobre su cara.
Su piel tenía el mismo color que el de las aceitunas que quedan olvidadas en los olivos y que el sol se va encargando, poco a poco, de hacer que el verde se convierta en un moreno que ni es verde ni que es negro sino una mezcla entre los dos.
Las manos, acostumbradas a la briega de mulas, bueyes, márcula, espuertas y zerones, deformadas por el trabajo duro del campo, curtidas a base de esfuerzo y de trabajo duro sin embargo no habían perdido la capacidad para las tareas más delicadas, que también formaron parte de su trabajo.
Recuerdo como, cuando su mano me cogía la mía siendo yo un renacuajo, llevaban toda la delicadeza del mundo en cada callo que notaba en el dorso de la mía…
Alto y flaco cual Don Quijote hasta con caballo destartalado y enjuto, lo recuerdo como si fuera hoy cruzar la casa con él para llevarlo a la cuadrilla trasera que estaba en el corral de la casa, mientras mi abuela, acostumbrada ya al desfile diario por medio de la casa del animal, iba detrás con la escoba de palma seca por si acaso.
Hace treinta y un años que no lo veo, tendría yo apenas siete años.
Pero hoy, no se porqué, he vuelto a verlo, como si fuese ayer, como si nunca se hubiese ido…

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