miércoles, 4 de noviembre de 2009

MEMORIA

El tren que aniquiló su memoria hacía tiempo que había parado en su estación y había echo estragos, dejándola limpia e impoluta, cerrando a cal y canto puertas y ventanas que daban al aire fresco del mundo que delante de ella corría imparable.
Se le olvidó la vida, la anterior, la pasada, la vivida, y ya sus ojos nunca más fueron los de antes sino que tenían un poso de amargura y de ausencia que hacía, a simple vista, poder contemplar a otra persona, a alguien que habitaba en ella pero que, en realidad, ni era ella ni se la asemejaba.
Su pelo era la cal de las paredes de las casas de antaño, y como si de las montañas nevadas de Sierra Nevada se tratara, llevaba recogido detrás el roete que le daban la solemnidad de la tercera edad, aquella que se supone, es signo de conocimiento y de veteranía.
No renunció pese a la ausencia de recuerdos al aroma de un jazmín prendido en una horquilla tras la oreja derecha, único recuerdo que permanecía intacto como perduran las catedrales en las ciudades a lo largo de los años, y que resplandecía tan inmaculado que hasta parecía formar una flor confundida entre los hilos de nieve de su cabello.
Su cuerpo menudo y delgado era como una fantasma que recorría siempre sin rumbo la casa, haciendo que, el rastrear de sus alpargatas rozándolas al andar por la casa, saber en todo momento dónde situarla.
Sus labios que antes habían sido portadores de amenas conversaciones y de mil anécdotas que los años habían escrito en su cuaderno de la vida se convirtieron de un día para otro en mudos testigos de todo un mundo interiorizado que no soltaba prenda de casi nada, como si todo cuanto a su alredor sucediera, estuviera pasándole a otra persona o como si no le incumbiera nada de lo que a su alrededor pasaba.
De vez en cuando, mientras que sentada en su mecedora vieja y desgastada se pasaba las horas y las horas tambaleándose en su balanceo continuo y cansino, marcando a golpe de tobillo dicho vaivén, canturreaba una casi inaudible canción parecida a una nada, que la hacía parecer como si entrara en trance.
Algunas veces, sin que nadie se diera cuenta en la casa, se marchaba a su cuarto y sobre la impoluta colcha que cubría su cama se sentaba, justo en el piquito que hace montaña en la almohada y se embelesaba en la fotografía que adornaba su mesilla de noche, en aquella en la que aparecía ella muchos años atrás, cuando su boda, junto al hombre que durante más de cuarenta años fue su marido.
La podías ver allí sentada moviendo los labios como hablándole a aquel retrato en blanco y negro, contándole todas sus inquietudes, sus miedos, sus alegrías, preocupaciones…, los mismos que a nosotros hacía tiempo nos negaba.
Así siguió bastantes años, regalándonos con su muda presencia un recuerdo que aún hoy en mi perdura, a pesar del tiempo transcurrido desde su marcha…
Desde entonces comprendí que la memoria es efímera, que se muere dos veces cuando se olvida, y por ello y aunque nos duela, de vez en cuando, es más que aconsejable rebobinar nuestro reloj del tiempo, para cuando el tren de la memoria se pare en nuestra estación no se venga causando estragos y borrándolo todo sin contemplaciones, llevándose al recobrar su marcha, ese tiempo pasado y que sin duda, fue tan hermoso…

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