"HISTORIAS DE UN DÍA NORMAL"
CAPÍTULO 1: “ARBELLANAS”
El día se había
presentado frío, gris, lluvioso a ratos y con un chiriviri incesante, molesto,
de los que parece que no te va a mojar pero que, cuando vienes a darte cuenta,
estás calado hasta los huesos y con el frío tan metido dentro que tardarás
varios días en recuperar tu temperatura normal.
A pesar de haberse
asomado a la ventana antes de salir y haber visto como estaba la mañana no
pensó bien en la conveniencia de coger el paraguas negro que heredó de su padre
y que siempre, en los días de lluvia como aquel, hacía que más lo recordara;
tampoco consideró oportuno el abrigarse más de la cuenta y se aventuró en salir
a la calle con la chaqueta gris de entretiempo que tantos años llevaba consigo.
Confiaba en que
aquel leve inconveniente se resolviera en un par de horas. Total, Canal Sur, en
el informativo de la noche no había adelantado mal tiempo en la mañana, tan
sólo una pequeña inestabilidad atmosférica que pasaría casi inadvertida.
Mientras andaba
por la acera con la cabeza baja para evitar que el agua anegara por completo el
cristal de sus gafas, puso su énfasis en lograr contar la mierda de perro que
iba sorteando entre charquito y charquito que se había ido formando entre el
casi ruinoso estado en que se encontraba el acerado, cosa que no le fue del
todo fácil ya que, una vez superada la veintena, perdió ya el interés y la
cuenta.
Como el frío
empezaba a calarle los huesos y la mierda de día parecía no tener marcha
atrás, decidió entrar en el bar de la esquina que estaba un poco más adelante y
echarle algo caliente al estómago ya que, desde la noche anterior tan sólo
tenía entre pecho y espalda muy poca cosa, una triste tortillita francesa que se había logrado hacer, y muy a duras penas, con los dos tristes huevos que
habitaban en su ya de por sí aún más triste frigorífico.
El calor que encontró
nada más traspasar la puerta le sentó como agua bendita, aunque no era agua ni
por más bendita que esta fuera lo que en esos momentos su cuerpo agradecería.
Se acercó a la
barra que apenas si se distanciaba un par de pasos de la puerta. Esta estaba
abarrotada de parroquianos, con un sonido atronador que al principio le hizo
parecer hasta desagradable pero que, pasados unos instantes casi se le hizo
hasta agradable cuando, una vez adaptado su sistema auditivo al tono de la
clientela del local, hasta puedo echarle un ojo al televisor que estaba justo
arriba de la cabeza del camarero que iba y venía con una rapidez inverosímil de
una esquina a otra de la barra atendiendo a todo aquel que se lo requería, cosa
que no era ninguna quimera viendo el exceso de volumen del susodicho, lo que provocaba que una incesante gota de sudor se resbalara desde las pronunciadas
patillas que adornaban ambos lados de su excepcional cara, yendo a parar sin
remedio al cuello gastado y que antes había sido blanco de su camisa.
- ¿Qué le pongo al
caballero?- le preguntó de un salto el camarero que hace un momento estaba en
la otra esquina y que ahora tenía frente a frente, cosa que hasta le cogió de
imprevisto y que hasta lo asustó.
- Café con leche
por favor.
Mientras lo
saboreaba y mientras intentaba concentrarse en los informativos que desde la
televisión emitían, con disimulo y con cierta pericia metía el rabillo del ojo
a sus compañeros de barra: debían de andar más o menos rozando los cuarenta y
pocos años y, mientras se comunicaban en un tono ensordecedor, hablando al
parecer y por lo que a su razón pudo más o menos descifrar, de unas jornadas de
caza que había tenido lugar probablemente en días pasados, todo ello con unos
cacahuetes que no dudaban en devorar mientras bebían un par de botellines
fresquitos fresquitos, y eso que aún no había marcado el reloj, que también
habitaba en la pared de la barra, las diez de la mañana.
Se metió la mano
en la chaquetilla y sacó el único euro suelto que tenía y que también era el
único que le quedaba, pagó el café y tras dar las gracias al camarero y notar
ciertas risas sospechosas en los compañeros de barra que habían solicitado la
atención de Juan, el camarero, para que les pusiera unas cuantas de arbellanas,
se decidió a echarle huevos a la cosa y poner rumbo a su destino pese a lo
desagradable de la mañana.
Con la cabeza baja
y con el paso aún más rápido y decidido, llegó por fin a lo que parecía ser el
centro neurálgico del lugar: la plaza del pueblo, donde se ubicaba prácticamente
todo lo que aquel nuevo lugar ofrecía en forma de servicios básicos:
ayuntamiento, farmacia, un banco y una pequeña tienda de comestibles.
Allí bajó por
primera vez hacía ya un par de meses del autobús que desde la capital lo había
traído al que poco después se convertiría en su nuevo lugar de residencia. Y a él
se encaminaba nuevamente a tomar el autobús que de nuevo lo acercara al mundo
al que estaba acostumbrado.
Se intentó
refugiar como pudo en la concurrida parada a la espera del autobús cosa que, afortunadamente para sus huesos, no tardó en aparecer.
Entró y buscó en
el bolsillo de la chaqueta alguna moneda suelta sin acordarse de que ya no le
quedaba ninguna.
Tan sólo, y para
su sorpresa, logró encontrar un puñado de cáscaras de arbellanas que, sonrojado,
volvió a guardar en el bolsillo no sin antes meter el rabillo del ojo a los de
detrás de la cola del autobús por si alguno había visto o intuido algo.