jueves, 19 de noviembre de 2009

LA SED DEL CAMPO

Anda la tierra reclamando, por la vía rápida y con urgencias el agua que este otoño le niega, privándola de lo que es normal por estos tiempos y que los cielos eluden entregarle.
Los surcos secos y áridos del campo, dudosos de si acicalarse para la siembra para la próxima primavera andan coscorrúos y secos, agrietados hasta la profundidad de la materia que, a este paso, pondrá en peligro nuestro día a día a no mucho tardar.
El agua tarda y el campo, consentido en su presencia ya en estos tiempos, cansado a veces en este noviembre de su generosidad y abundancia, andan más que escamados por lo que se avecina, que como esto no se arregle, la sed de ahora se convertirá en hambre de mañana.
Hasta los árboles vienen cojeando de sus ramas, que están menos verdes y apuntan con sus dedos de madera al cielo, reclamándole, tal vez a Dios esa impuntualidad de este año, este vacío de riego al que los tiene perpetuados, sin una gotita que llevar a sus marchitas hojas que ven pasar las nubes como el niño que ve pasar la tarta por su lado sin que nadie se digne a ofrecerle bocado.
Hasta los animalillos del campo presiente su falta y no hay animal campero, como los conejos o las liebres que salten lustrosos delante nuestra cada vez, como antes y como siempre, vamos en busca de los pocos tajos de mano de obras y de sudores que acojan nuestro esfuerzo a cambio de jornales.
Hablan de crisis.
De crisis financiera, del ladrillo, de los que venden coches, de los que venden de todo pero nadie se acuerda de quienes la crisis más acuciante que les embarga ahora y puede que mañana, depende simple y llanamente del agua que niegan las nubes y que, por ahora y parece ser que va para largo, se encuentran en esas nubes que corren por el celeste sin detenerse un simple segundo sobre los ya rasposos y agónicos campos que pretenden tan sólo un sorbo de su jugo.
Nadie se acuerda de que aquí está la base, la raíz, la gran despensa de nuestras bocas, que el ladrillo ni los coches se comen, que como siga el campo pasando sed pasaremos nosotros hambre, que se depende más de los frutos y de los jornales de su recolecta que de esa gran mentira en parte que nos venden de casas que no se venden, de bancos que no prestan y de consumidores que no consumen.
Miremos al cielo.
Y en cada buruñate de nubes que nos otean desde lo alto y que tan despreocupadas pasan y ni se detienen para decirle nada al campo, indiferentes transeúntes que descastadas de la tierra, en este noviembre que ya casi se nos marcha niegan el agua a quien muerto de sed les reclama el olvido al que este mal año les tiene condenado.
Lo que no saben las nubes es que no sólo la boca del campo es la que anda pediéndole cuentas y explicaciones, sino que son también las manos que ahora no tienen nada y, de continuar la cosa como se presume, la próxima primavera se podrá ver un numerito.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

MI ABUELO


Sus manos eran el campo al igual que su cara, donde los surcos dejados por los años, tenían la huella inconfundible dejada por el sol, el viento y la lluvia.
Una línea que se veía a simple vista se le notaba un poco más arriba de las cejas, que señalaba el punto exacto donde antes había una gorra que le servía como único escudo que se permitía para afrontar aquellas jornada de jornales en tiempos duros de posguerra.
Cada arruga de su cara era una tarea del campo, bien la siega con la hoz o la guadaña, bien la planta en la Isla del Arroz en aquellos años donde el hambre era compañera inseparable de las chozas y pocas casas del pueblo, o bien de cada hoguera de cisco o de carbón en posturas en esa Doñana que tantas bocas aliviaba en aquel tiempo que se había clavado sobre su cara.
Su piel tenía el mismo color que el de las aceitunas que quedan olvidadas en los olivos y que el sol se va encargando, poco a poco, de hacer que el verde se convierta en un moreno que ni es verde ni que es negro sino una mezcla entre los dos.
Las manos, acostumbradas a la briega de mulas, bueyes, márcula, espuertas y zerones, deformadas por el trabajo duro del campo, curtidas a base de esfuerzo y de trabajo duro sin embargo no habían perdido la capacidad para las tareas más delicadas, que también formaron parte de su trabajo.
Recuerdo como, cuando su mano me cogía la mía siendo yo un renacuajo, llevaban toda la delicadeza del mundo en cada callo que notaba en el dorso de la mía…
Alto y flaco cual Don Quijote hasta con caballo destartalado y enjuto, lo recuerdo como si fuera hoy cruzar la casa con él para llevarlo a la cuadrilla trasera que estaba en el corral de la casa, mientras mi abuela, acostumbrada ya al desfile diario por medio de la casa del animal, iba detrás con la escoba de palma seca por si acaso.
Hace treinta y un años que no lo veo, tendría yo apenas siete años.
Pero hoy, no se porqué, he vuelto a verlo, como si fuese ayer, como si nunca se hubiese ido…

MEMORIA

El tren que aniquiló su memoria hacía tiempo que había parado en su estación y había echo estragos, dejándola limpia e impoluta, cerrando a cal y canto puertas y ventanas que daban al aire fresco del mundo que delante de ella corría imparable.
Se le olvidó la vida, la anterior, la pasada, la vivida, y ya sus ojos nunca más fueron los de antes sino que tenían un poso de amargura y de ausencia que hacía, a simple vista, poder contemplar a otra persona, a alguien que habitaba en ella pero que, en realidad, ni era ella ni se la asemejaba.
Su pelo era la cal de las paredes de las casas de antaño, y como si de las montañas nevadas de Sierra Nevada se tratara, llevaba recogido detrás el roete que le daban la solemnidad de la tercera edad, aquella que se supone, es signo de conocimiento y de veteranía.
No renunció pese a la ausencia de recuerdos al aroma de un jazmín prendido en una horquilla tras la oreja derecha, único recuerdo que permanecía intacto como perduran las catedrales en las ciudades a lo largo de los años, y que resplandecía tan inmaculado que hasta parecía formar una flor confundida entre los hilos de nieve de su cabello.
Su cuerpo menudo y delgado era como una fantasma que recorría siempre sin rumbo la casa, haciendo que, el rastrear de sus alpargatas rozándolas al andar por la casa, saber en todo momento dónde situarla.
Sus labios que antes habían sido portadores de amenas conversaciones y de mil anécdotas que los años habían escrito en su cuaderno de la vida se convirtieron de un día para otro en mudos testigos de todo un mundo interiorizado que no soltaba prenda de casi nada, como si todo cuanto a su alredor sucediera, estuviera pasándole a otra persona o como si no le incumbiera nada de lo que a su alrededor pasaba.
De vez en cuando, mientras que sentada en su mecedora vieja y desgastada se pasaba las horas y las horas tambaleándose en su balanceo continuo y cansino, marcando a golpe de tobillo dicho vaivén, canturreaba una casi inaudible canción parecida a una nada, que la hacía parecer como si entrara en trance.
Algunas veces, sin que nadie se diera cuenta en la casa, se marchaba a su cuarto y sobre la impoluta colcha que cubría su cama se sentaba, justo en el piquito que hace montaña en la almohada y se embelesaba en la fotografía que adornaba su mesilla de noche, en aquella en la que aparecía ella muchos años atrás, cuando su boda, junto al hombre que durante más de cuarenta años fue su marido.
La podías ver allí sentada moviendo los labios como hablándole a aquel retrato en blanco y negro, contándole todas sus inquietudes, sus miedos, sus alegrías, preocupaciones…, los mismos que a nosotros hacía tiempo nos negaba.
Así siguió bastantes años, regalándonos con su muda presencia un recuerdo que aún hoy en mi perdura, a pesar del tiempo transcurrido desde su marcha…
Desde entonces comprendí que la memoria es efímera, que se muere dos veces cuando se olvida, y por ello y aunque nos duela, de vez en cuando, es más que aconsejable rebobinar nuestro reloj del tiempo, para cuando el tren de la memoria se pare en nuestra estación no se venga causando estragos y borrándolo todo sin contemplaciones, llevándose al recobrar su marcha, ese tiempo pasado y que sin duda, fue tan hermoso…